Lo disimulemos mejor o peor, los teólogos tenemos cierta tendencia a ser “ratones de biblioteca”. Podemos pasarnos muchas horas ante un libro en una especie de confinamiento voluntario, de ahí el peligro de elaborar una teología “de despacho”, gestada y nacida desde una torre de marfil separada del mundo. Resulta muy real el riesgo de hacer una reflexión despistada por habernos perdido en ese “triángulo de las Bermudas” que forma el despacho, la biblioteca y las aulas universitarias. Pero la vivencia de estas semanas nos ofrece resquicios para contemplar estrellas que nos guíen en esta travesía. Lo aprendido en este tiempo nos regala dos claves para trazar un plan con el que resucitar la teología: la vulnerabilidad y la cercanía.
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Desde la fragilidad
Un virus microscópico ha derrumbado los delirios de grandeza de la humanidad y nos ha obligado a tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad. La teología no puede mantenerse imperturbable. Está invitada a iluminar creyentemente esta situación, y ha de hacerlo desde su propia fragilidad. Sin pretensiones ni vanidad, como una respuesta más en tiempos de muchas preguntas. Es momento privilegiado para recordar que la vulnerabilidad es parte esencial de nuestra fe, que el amor nos hace frágiles y que creemos en un Dios que asumió la debilidad humana para hacerse “uno de tantos”.
El distanciamiento social nos hace anhelar una cercanía física que quizá no siempre hemos valorado. Dentro del plan para resucitar la teología tendríamos que incorporar esta proximidad redescubierta, saliendo del despacho a la calle para ofrecer una reflexión “desde abajo”. Pensar la propia fe desde las preocupaciones reales de la gente de a pie y con un lenguaje accesible, no por haber renunciado a la calidad intelectual o a la profundidad, sino por la decisión de hacer una reflexión cercana. La teología, si quiere resucitar en este tiempo, ha de combinar adecuadamente cabeza y corazón, acogiendo el lamento de tantos y ofreciendo una palabra de esperanza.