GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse”. Este aforismo de las Memorias de Adriano, de Yourcenar, podría explicar una parte notable del hilo biográfico de David Maria Turoldo, el famoso fraile de los Siervos de María: poeta, escritor, periodista, conferenciante, predicador itinerante e incluso autor y director teatral y cinematográfico. Su gloriosa existencia estuvo marcada por esa capacidad propia de los profetas y de los genios para estar con los pies en el polvo del presente mientras con la cabeza ya se intuye límpidamente el futuro.
Se comprenden así los continuos encuentros y desencuentros que marcaron la trayectoria de su vida, que no es para nada recta. Como tuve ocasión de decirle un día, se parecía más al río Jordán, que para recorrer los 104 kilómetros que hay entre el lago de Tiberíades y el Mar Muerto emplea más de 300.
Desde que nació el 22 de noviembre de hace un siglo hasta su fallecimiento el 6 de febrero de 1992, Turoldo recorrió al menos un ciclo de tres vidas comunes, por lo intenso que fue su kairós, el tiempo existencial personal, respecto al chrónos registrado por los relojes. Por eso se comprende lo arduo que resulta realizar la biografía de una figura similar que excavó un surco profundo en la historia de la Iglesia, la cultura, la sociedad y la propia política. Un ejemplo: en Estocolmo, en 2012, durante un Atrio de los Gentiles, un admirador y traductor suyo me entregó una revista sueca recién publicada que contenía un ensayo sobre la poesía y la fe de Turoldo. Años antes, incluso Mijaíl Gorbachov dialogó con él.
Además de sus amigos de siempre, el servita tenía un horizonte impresionante de interlocutores laicos, exponentes de la cultura y de la sociedad hacia los que él se dirigía sin avergonzarse, pero también sin ansias de proselitismo. Resultó emblemática su participación en los funerales de Pasolini: fue el único sacerdote presente y leyó una emocionante carta dirigida a la madre, acompañada de la indignación por la falta de piedad de tantos hombres de religión frente al autor de El Evangelio según san Mateo.
Los años finales fueron igualmente densos de compromisos, pese a que el monstruo del cáncer se había instalado en sus vísceras. Fueron los más luminosos, sobre todo por el encuentro-abrazo con el cardenal Martini y por su retorno a la poesía más dura, a menudo marcada por la Biblia, que fue el palimpsesto constante de muchas de sus páginas, como puede verse en esas dos joyas que son Canti ultimi (Cantos últimos) y Mie notti con Qohelet (Mis noches con Qohelet).
Querríamos concluir con su voz, que se asoma sobre el cráter del misterio y que resuena a lo largo de los fiordos del mar por donde avanzan Dios y la Nada, “aunque el uno se disocia del otro”, porque “Tú no puedes no ser / Tú debes ser, / aunque la Nada es tu océano”. Es el Dios ausente, “blanca estatua de mármol en la noche”, que el propio Hijo, Jesucristo, experimenta en la cruz porque “fe verdadera es el Viernes Santo / cuando Tú no estabas allí arriba”.
Inquietud, persuasión y esperanza son la trilogía perfecta que conforman el retrato de Turoldo como creyente, poeta y testigo. Yo, que recogí muchas de sus confidencias, me imagino la alegría que habría sentido si hubiera participado en la Iglesia del papa Francisco. De hecho, en su casi autobiográfica La mia vita per gli amici (Mi vida para los amigos) anticipaba algunas palabras: “A mí me interesa la opción de estar de parte del ‘hombre que baja de Jerusalén a Jericó’ y se encuentra en una sociedad de ladrones, cargado de heridas, desnudado y dejado medio muerto en los márgenes del camino… ¡Esto no es ser de izquierdas!”.
Publicado en el número 3.013 de Vida Nueva. Ver sumario