“Tú me hablaste de un reino, de un tesoro escondido,
de un mensaje fraterno, que encendió mi ilusión.
¡Qué detalle Señor has tenido conmigo!
Cuando me llamaste. Cuando me elegiste.
Cuando me dijiste que tú eras mi amigo”.
Convertir nuestras parroquias, nuestras capillas, nuestras asociaciones y las diversas formas que toman las comunidades de fe en sínodos permanentes de participación intensa en el trabajo evangelizador tiene sus complicaciones. Entre ellas, una de la que más nos toca a los curas es la de tener que pensar de nuevo nuestra responsabilidad vocacional en la misión de un auténtico acompañamiento espiritual del Pueblo de Dios desde donde brota la mejor reflexión teológica. Quiero compartir algunos de esos pensamientos con ustedes, desde amigos y amigas que me quieren, hasta quienes me dejan saber que no me quieren tanto.
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Las transformaciones en el quehacer de la vida de la Iglesia a la que nos ha convocado el amado hermano papa Francisco, a mí me ha hecho mirar de nuevo el camino que he recorrido desde que, en las refrescantes montañas en mi pueblo de Barranquitas, junto a las experiencias de la adolescencia, sentí que sonaba, que retumbaba en mi corazón y lo hacía latir con mucha fuerza una voz que solo yo escuchaba. Esa reflexión me ha hecho pensar en mis tiempos de seminarista, en el México tan querido en el que la fe se manifestaba entre dos canciones como las que por un lado me hacía repetir, agradecido, “¡Qué detalle Señor has tenido conmigo!” y en la otra también muy genial, “es fuego tu palabra que mi boca quemó, mis labios ya son llamas y cenizas mi voz… déjate quemar si quieres alumbrar, no temas contigo estoy”.
La Iglesia sinodal
Me ha hecho pensar en el “tesoro escondido”, y en el “fuego transformador que es la palabra”, los detalles que Cristo usó para comparar cómo un ser humano que lo encontró, dejó todo lo demás para dedicarse a esa maravilla que había visto y caminó para realizar “su misión”.
Entonces, la Iglesia sinodal que hemos abrazado no puede ser para que organicemos un sistema en el que las personas y grupos busquen imponer mensajes que requieran que todos caminen hacia metas y comportamientos que terminen quitándole a todos, a cada cual, su tesoro escondido. No es el cura, ni la comunidad, la que tiene que decir cuál es el camino bueno. El camino cada cual lo tiene “escondido en su corazón”. Es ese camino que a cada quien hace vibrar, que nos hace batir las alas y cantar, aunque, como en mi caso actual, con la dificultad de las cuerdas vocales, tenga la gracia de un gallo ronco como sucedió al intentar cantar con los niños de mi parroquia el pasado día de los Santos Reyes.
Juan, el Bautista, vio venir a Jesús y proclamó que había presenciado cómo sobre él se había posado el Espíritu Santo. Lo vio venir y fue testigo de cómo había llegado por fin no solo el que habría de reunir al pueblo, sino el que traía el mensaje salvador para toda la humanidad. Nos toca a los bautizados (de manera especial) laicos, sacerdotes y religiosos (as) esforzarnos en difundir ese mensaje con la voz y la vida entera, en ayudar a los que buscan la salvación a escuchar la voz de Dios que resuena poderosa y amorosa y que a cada uno le deja saber por dónde tomar para encontrar el camino. Esa voz no engaña, no tiene truco, porque es la voz del Señor que nos ha prometido ser nuestro amigo.
Si lo que vibra en mí pasa por los oficios, por las profesiones, por las luchas sociales, por las gestas políticas, por la libertad del pueblo o la educación de los pequeñines, pasará por ahí. Pero lo que es importante es que esa sea la ruta para llegar al camino del amor. Si uso mis recursos para acumular las riquezas que se corrompen, las ambiciones que destruyen a los otros, las pasiones que dejan a los demás abandonados en las periferias, habré olvidado mi tesoro escondido. Por el contrario, de la mano de Cristo es que podré usar mi tesoro escondido para buscar el Reino de Dios de Justicia y Paz. ¡Hagamos el camino en comunión de vida!