Quienes conocen al papa Francisco, saben que siempre va por delante. No solo en sus diagnósticos eclesiales y ante las minas que se le presenta en el camino, sino también en lo que a las convocatorias se refiere. Salvo que otros agentes externos se lo impidan, llega el primero y con tiempo. En esta mañana de domingo de ‘rentrée’ pública después de cinco semanas de ingreso hospitalario hizo una excepción. De solo dos minutos.
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A las 12:02 se asomaba en silla de ruedas a un balcón del Policlínico Agostino Gemelli de Roma. Sonriente, con su mano en alto como signo de victoria y dificultades para hablar, pero con más fluidez que el mensaje que lanzó hace unos días para cuantos rezaban por él en la Plaza de San Pedro. Pero, sobre todo, sonriente, con sus manos saludando, con un gesto de victoria y apretando el puño. Y agradecido, a esa mujer con su ramo de flores que representa a tantos que ha rezado y rezan por él.
En el asfalto y las pantallas
Y, desde allí, en una aparición de apenas 90 segundos, bendecía a los fieles y curiosos que se agolpaban en el asfalto, cerca de la estatua de san Juan Pablo II que se ha convertido en centro de peregrinación para rezar por el Pontífice que está de vuelta a casa, en la residencia de Santa Marta del Vaticano. Pero también bendecía a cuantos se pegaron a las pantallas de sus televisores, móviles, tabletas y ordenadores para constatar cómo se encuentra Jorge Mario Bergoglio después de 38 días de internamiento, una neumonía bilateral y dos crisis respiratorias que casi le cuestan la vida.
Sin serlo oficialmente, el movimiento de sus brazos haciendo la señal de la cruz inauguraba una nueva modalidad de bendición ‘Urbi et orbi’. Para la ciudad de Roma y para el mundo desde una habitación de hospital, desde el lugar donde tantos enfermos le contemplan y se han sentido bendecidos. Sin mitra ni capa pluvial, pero sí con la autoridad del Sucesor de Pedro.
Pero, además, es un volver a empezar, como aquella tarde noche lluviosa del 13 de marzo de 2013, justo después de ser elegido Papa. Se presenta, de alguna manera renacido y reconfirmado en su ministerio, ante el que él considera el Santo Pueblo Fiel de Dios. Hace doce años, el cardenal arzobispo de Buenos Aires se asomaba a la Logia de las Bendiciones con algo más de vigor físico. Ahora, con unos cuantos kilos menos y unos años más, lo que permanece intacto, según relatan quienes han estado a su lado en este particular viacrucis hospitalario, es ese buen humor. Reflejo de un interior que desborda ganas de vivir y que ha resultado clave para salir de esta. Ni se le ha pasado por la cabeza dimitir. Se sabe respaldado. Por ese “Maestro de la mies”, como se lo presentó a la primera ministra Meloni hace unas semanas, que “quiere que siga aquí”.
Al pie del cañón
Lo ha demostrado, continuando al pie del cañón, trabajando en la medida de sus posibilidades. Con la voz mermada y con una flojera física propia de quien ha visto cómo sus pulmones se han dañado sobremanera y cómo su cuerpo se ha frenado en seco para combatir una infección polimicrobiana que no puede perder de vista en los próximos dos meses.
Ese hombre, al que no ha parado ni el clericalismo ni el ‘siempre se ha hecho así’ ni las resistencias nostálgicas de un tradicionalismo ideologizado, tiene que frenar ahora, por prescripción médica, de un ritmo agotador de audiencias, reuniones, representación institucional y celebraciones maratonianas. Toca trabajo de oficina. De gobierno. Y de oración. Que en las dos áreas también es avezado el estratega jesuita. No es raro que una de las personas que más le tiene radiografiado haya dejado caer que quedan muchas “sorpresas” por delante. No es para menos. Es Jorge Mario Bergoglio.