Hace algunos años levanté una polvareda en una charla que dicté en una parroquia. Afirmé en esa ocasión, movido por no sé qué espíritu polémico, la idea de que el Cristianismo no tenía nada de bello, ni de hermoso si todo su esplendor se concentraba en la cruz.
- PODCAST: El voto católico en las elecciones
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Ante el acoso de los participantes, tuve que improvisar una respuesta amable, pero algo en mí me impulsaba a buscar en las profundidades de aquellas palabras. En verdad, aquello que dije me salió de lo más íntimo de mi ser. Desde los cánones de la belleza que se manejan, la cruz no despierta ningún tipo de atractivo.
Lo señaló Cicerón al señalar que “todo lo que tenga que ver con la cruz debe mantenerse lejos de los ciudadanos romanos, no solo de sus cuerpos, sino hasta de su pensamiento”. La cruz es escándalo y toda predicación cristiana empieza en ella. Entonces, ¿Por qué, a pesar de ello, hay quienes ven arder en ella una belleza profunda y antigua? La pasada Semana Santa volví a tomar el maravilloso libro Vida y Misterio de Jesús de Nazaret de José Luis Martín Descalzo. Libro al que vuelvo con harta frecuencia. Allí me tropecé con una idea que terminó por ayudarme a comprender aquello que me perturbaba: estar frente a una cruz descrucificada.
Una cruz descrucificada
Martín Descalzo nos invita a meditar en el primer pregón pascual de la historia que se halla en los Hechos de los Apóstoles. Expone San Lucas que el primer testimonio formal de la naciente Iglesia no fue otro que el de la crucifixión. Testimonio que será, en definitiva, el eje central de todo testimonio cristiano.
Un testimonio que en la actualidad contrasta con la cultura que nos envuelve. ¿Cómo explicar estas cosas frente a una civilización hedonista, sedienta de poder y de violencia? Una sociedad que ha identificado la felicidad con el placer. Una sociedad donde lo bueno es malo y lo malo es bueno. “Vivimos rodeados de muerte y jugamos a ser felices”, escribe el sacerdote español.
El hombre ha escrudiñado aquí y allá con la finalidad de tejer un humanismo que lo vuelve pleno y solvente frente a sí mismo. Sin embargo, todos esos humanos han terminado chocando frente a la cruz. Lo humano y razonable pueden penetrar en el misterio de la cruz. Quedan superados y avasallados, por ello se ha buscado endulzarla, restarle crudeza, descrucificarla para hacerla tolerable.
Ya lo cantaba Antonio Machado en La Saeta: “No puedo cantar, ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar”. No se puede hablar de la cruz, sino temblando, concluyen Martín Descalzo y Jürgen Moltmann, teólogo protestante. No se puede, ya que es una provocación que nos aleja de todas las utopías de este mundo.
Un relato de pasión
A finales del siglo XIX, existió un teólogo alemán llamado Karl Martin Kähler quien acuñó una frase que trascendió la historia. Escribió que los evangelios no son más que un relato de pasión con una introducción prolija, y esto es, sin duda, mucho más que una frase afortunada. En la cruz se concentra una potencia que va más allá del martirio, por ello hay que verla directamente sin endulzarla, pues su néctar se encuentra en la comprensión de que allí se ha manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios.
Benedicto XVI, pensando en San Pablo, afirma: “la Cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto principal de su teología, porque decir Cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol”.
La belleza de la cruz, una belleza que no necesita de adornos, reside precisamente en el hecho de que ahí donde parece haber solo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la Cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Su belleza tiene un valor intrínseco, independiente, y, por tanto, no identificable con lo útil. En la cruz hallamos la belleza entre todas las bellezas, ya que, como resaltan San Agustín, toda belleza procede de Dios, y una belleza que implica sabiduría, dado que, manifiesta de verdad quien es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la Cruz para salvar al hombre. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela