FRANCESC TORRALBA | Filósofo
“Frente a esta espiritualización del ser humano, es fundamental recuperar una filosofía integral que restituya el valor de lo corporal como lugar teológico…”.
Una de las obras más singulares y densas del filósofo francés Michel Henry se títula Incarnation. Une philosophie de la chair (2000). Fue publicada en 2001 en castellano, en la Colección Hermeneia que dirige el profesor Miguel García-Baró. Es una de las lecturas que me ha acompañado en verano, una de esas que hay que digerir párrafo a párrafo, pues hay mucha densidad conceptual en cada página.
A pesar de ser un autor extrañamente conocido en nuestro país y muy poco difundido en Europa, constituye un hito en la filosofía cristiana contemporánea. Su filosofía, heredera de la fenomenología de Husserl, explora fenomenológicamente los grandes contenidos de la fe cristiana, más concretamente, de su dogmática.
Es filosofía en sentido estricto, pues el logos es su instrumento fundamental, pero se nutre de las grandes afirmaciones del Nuevo Testamento (NT). Su proceder le sitúa en tierra de nadie: los teólogos no lo consideran uno de los suyos, pues no desarrolla una metodología teológica; sin embargo, los filósofos franceses le consideran un criptoteólogo. Su filosofía tiene una clara dirección: comprender al ser humano y su aventura histórica, pero su punto de partida es explícito y claro: el NT.
Este libro merece una especial atención porque reflexiona sobre el valor de la encarnación desde la perspectiva cristiana. Su centro de gravedad es la encarnación del Verbo. Se interroga por lo que significa la carnalidad y el hecho de que el mismo Verbo se haya hecho carne.
Con los instrumentos de la filosofía, aborda una de las cuestiones más enigmáticas de la teología cristiana y rompe con tópicos y precomprensiones erróneas de la antropología cristiana. No se va por la tangente amparándose en la idea del misterio insoluble. Trata de pensar racionalmente la cuestión y lo que se deriva de la encarnación.
Como Kierkegaard, sabe que la encarnación de Dios es una paradoja, un enigma que sorprende y maravilla, pero en lugar de desplazarla al plano de lo fantástico, de lo mitológico, piensa lo que significa tal encarnación para el ser humano.
Escribe Henry: “El Verbo de Dios no es otra cosa sino la revelación de Dios o, para decirlo con todo rigor, su auto-revelación”. Y añade: “La Encarnación del Verbo es su revelación, su venida entre nosotros. Porque su Verbo se ha hecho carne en Cristo es por lo que podemos entrar en relación con Dios y ser salvados en ese contacto con él. La revelación de Dios a los hombres es aquí el hecho de la carne. La carne misma en cuanto tal es revelación”.
El cuerpo es deseado por Dios.
Él crea un mundo material y se manifiesta
en él a través de su Palabra (Logos),
pero tal manifestación alcanza su plenitud en la encarnación.
Me sorprende, especialmente, la última frase: la carne misma, en cuanto tal, es revelación. Si Dios ha manifestado en la carne, la carne es un lugar teológico, manifestación del mismo Dios, lo que significa que no solo las facultades intelectuales nos abren al misterio de Dios; también la carne es un itinerarium Dei.
Durante siglos, la dimensión corporal del ser humano no ha merecido la atención debida desde la antropología cristiana. Se ha contemplado la carne como fuente de pecado, la principal razón del mal. Por influjo del platonismo, gnosticismo y maniqueísmo, el ser humano ha sido contemplado como un espíritu encarnado, un alma aprisionada en un cuerpo o como la lucha entre el principio de la luz y el de las tinieblas. Todo ello ha oscurecido el valor de la carne, de la sensibilidad y del tacto.
Frente a esta espiritualización del ser humano, es fundamental recuperar una filosofía integral que restituya el valor de lo corporal como lugar teológico. Dios crea al ser humano a imagen y semejanza, pero no lo crea como una substancia inmaterial. Le crea uno en cuerpo y alma, empleando la bella expresión de Gaudium et Spes.
El cuerpo es deseado por Dios. Él crea un mundo material y se manifiesta en él a través de su Palabra (Logos), pero tal manifestación alcanza su plenitud, como reza Dei Verbum, en la encarnación. Finalmente, en el credo se anticipa la resurrección de la carne y la vida de la gloria. No se espera solo la inmortalidad del alma o su regreso al mundo de las ideas. Lo que los cristianos esperamos es la resurrección de la carne, esto es, la restitución total de cada uno de nosotros, la configuración de un ser luminoso en su propia carne.
El valor central que tiene la carne en la historia de la salvación no puede olvidarse. Nuestra carne no es ese cuerpo opaco que cada uno arrastra desde su nacimiento, ese cuerpo en el cual, durante su existencia, sin sorpresa y, empero, con angustia, expiará cada cualidad, defecto, modificación, abatimiento, cada arruga ineludiblemente, sobre su rostro, donde aparecerán los estigmas de su decrepitud y de su muerte. Nada de eso.
El ser humano, en tanto que dotado de oído espiritual, puede auscultar ese Logos y tratar de comprenderlo, pero en tanto que ser carnal, puede también ver en su propia carne y en la de sus semejantes la manifestación de Dios. El cuerpo, lejos de ser la cárcel del alma, es camino de acceso al misterio del mundo.
En el nº 2.815 de Vida Nueva.