Esta mujer vivió en un pequeño pueblo montañoso de Palestina y como todas las de su época, de hombres protagonistas y mujeres puertas adentro, esperaba al Mesías, al hijo de Dios, que predecían llegaría de modo inusual. Enamorada de un artesano planeaba el matrimonio, cuando de una manera atípica le anuncian que está embarazada y su hijo será el hijo de Dios. No sin confusión pregunta de qué se trata y confiada da gracias con alegría por la noticia.
No se queda en ella misma sino que parte por caminos polvorientos, a ayudar a su prima un tanto mayor que ella, también embarazada. Al regresar, aclara la situación con su novio, quien también esperaba al Mesías y le costó comprender esta situación atípica. Esta mujer es María, la Madre. Aquella a quien la situamos lejos y en lo alto con joyas, flores y velas pero está sencillamente a nuestro lado y nos comprende porque Dios no la privó de todas las experiencias por las que también pasamos nosotros, nos auxilia por muchas razones que, desde la sabiduría popular se confirman. Y nos invita a creer, a servir, a caminar, a esperar, a no ostentar, a estar de pie.
Me detendré solo en un momento de su vida, en el que entona un canto de alegría al recibir la noticia de la llegada del mesías y que es ella la portadora de la vida de esa persona.[1] Ese canto es conocido como Magníficat, allí María alaba la grandeza de Dios y también tiene palabras llenas de actualidad que trastocan las miradas de todos los tiempos. Por eso es revolucionaria, se apoya en su experiencia de Dios para abrir otros caminos de humanización.
Revolución significa etimológicamente, dar vueltas. Es un cambio o transformación radical respecto al pasado inmediato, que se puede producir simultáneamente en distintos ámbitos (social, económico, cultural, religioso). La verdadera revolución es la que construye, la que trae vientos refrescantes para los corazones aunque eso, a veces signifique dolores para el revolucionario. Ghandi decía que la revolución es un positivo y manso cambio sustancial. María, la joven judía, alabando a Dios, da vuelta paradigmas. La Vida que lleva consigo le hace ver el mundo de otro modo.
Transcribiré y comentaré el canto del Magníficat. El canto de María.
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la pequeñez de su servidora, desde ahora me dirán feliz todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia
como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
María cuenta su experiencia de Dios, Él la hace cantar de alegría, es misericordioso, poderoso, santo y desde Él se describe a ella; una pequeña muchacha a quien Dios miró con bondad y gratuitamente hizo maravillas en su corazón, es muestra del amor eterno por sus hijos. María también apunta a que todos la llamarán feliz solo por este hecho y ella misma se siente así aún en medio de situaciones difíciles en donde el mismo Dios parece esconderse. Este sentir de Dios misericordioso era común en el pueblo judío que así lo expresa en otros poemas y cantos como los Salmos.
Lo diferente de María es la expresión sobre los soberbios de corazón, el trono de los poderosos, la mirada a los humildes, la asistencia a los hambrientos y el trato hacia los ricos. Si bien son sus palabras, las actitudes las atribuye a Dios. Los soberbios son aquellos que se creen superiores no sólo a los demás sino a ellos y a sus posibilidades, respecto de los poderosos, en sí mismo no son malos porque el poder bien llevado es un servicio, la situación se desdibuja cuando se está en un trono.
Un santo obispo me dijo una vez: “el poder es como el vino, si no lo sabes tomar, emborracha”; los tronos emborrachan y también la borrachera de poder autoentroniza. Los humildes y los hambrientos no son categorías sociales o alimenticias solamente, sino son aquellos que no se resignan ante la maldad, tienen hambre de amor, de paz, de Dios, contrario a los ricos que pueden ser indigentes o millonarios pero no quieren necesitar de nadie, se atrincheran en sus ideas, imágenes propias, seguridades, placeres. Y Dios se entiende con los hambrientos, con los humildes porque le dan lugar. Los soberbios, los entronizados, los ricos están empachados de sí mismos y Dios no es que no quiera entrar, no puede. No hay lugar para el amor, para la misericordia.
Finalmente María habla de que Dios siempre tiene presente a su pueblo, a sus hijos, no con la mano castigadora sino con misericordia eterna, para siempre. María con su alegría, su canto, su alabanza sigue caminando al lado de su pueblo que sufre, que celebra, que busca la bondad de Dios.
Pueblo del siglo XXI que no es muy diferente en actitudes y experiencias al del siglo I. En el magníficat María nos muestra la actitud correcta para relacionarnos con Dios: la gratuidad, la fragilidad, la propia aceptación, el servicio al prójimo. Nos enseña el modo como mira Dios y a sentirnos mirados por Él y a no sentirnos lejos, porque la soberbia, el poder sin límites son también fragilidades humanas que Dios mira para reparar con su amor.
El Magníficat también devela que el bien tiene una dinámica interna por la cual, aunque haya que esperar, siempre triunfa sobre el mal. Es así como el 25 de marzo, se cuela por la ventana el regalo que Dios nos hace en María como madre y como hija, invitándonos a revolucionar nuestras vidas desde la experiencia del amor que está al alcance de la mano, mejor dicho del corazón.
Me atrevo a hacer otra invitación: además de experimentar la paternidad de Dios, buscar la maternidad de María. Ese regalo que Él empezó a gestar en el Magníficat para culminarlo en la Cruz y en la Resurrección.
[1] Evangelio de Lucas, 46-55.