Tribuna

La marquesa que cambió la vida de las reclusas

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La joven Juliette Colbert, heredera de la aristocracia francesa, estaba casada con el marqués Tancredi Falletti di Barolo. Vivían en Turín. Un domingo de abril de 1814, la marquesa estaba arrodillada mientras pasaba la procesión y escuchó una voz gritar desde el edificio detrás de ella: “¡Queremos sopa, no viático!”



Impactada, quiso investigar. Entró en aquel lugar y descubrió una terrible realidad. Era una prisión. En las dependencias de las internas, la escena que vió fue brutal: “Su estado de degradación me causaba dolor y vergüenza. Esas pobres mujeres y yo éramos hijas del mismo Padre”.

Había jóvenes y mayores embrutecidas, sucias, vestidas con harapos y tendidas sobre sucios jergones en un cuarto frío y oscuro. Un abismo de degradación física y moral del que salió convencida de que había que cambiar las cosas. De ahí nacería una experiencia que cambió la historia de las prisiones femeninas. Juliette tenía 29 años y no tenía hijos. Se dedicaba con su marido a la caridad. Le movía una fe intensa y poderosa.

Construir una relación con las mujeres en prisión fue difícil, desde la ropa limpia a la distribución de sopa. Tuvo que unirse a la Archicofradía de la Misericordia para poder acceder a las celdas. Lentamente ganó más tiempo a solas con las internas. Al principio solo recibió desprecio cuando hablaba de arrepentimiento, caridad cristiana y oración. No se dio por vencida. Recolectó dinero, medicinas y ropa y puso mucho de su parte. La situación mejoró. La comida y las instalaciones, también.

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Con la humanidad llegó la confianza y cierta serenidad, una disposición a la oración y una primera alfabetización. Pasaron cinco años complicados, pero al final “estaba listo un programa de reeducación más articulado, según un modelo que exigía obediencia y sumisión, seguidas de resignación y finalmente recompensa con premios para las que se habían distinguido en el corte, la costura y habían seguido con constancia la oración común y la enseñanza religiosa”.

Estas mujeres marginadas necesitaban una ocupación para salir de la pobreza, ser independientes fuera de la cárcel y no recaer en la delincuencia. Era esencial nutrir su renacimiento interior. Debían aprender un oficio, pero era necesario separar a los hombres de las mujeres, porque la promiscuidad era motivo de escándalo y de problemas.

La prisión de las Forzadas

Así nació la prisión de las Forzadas, con la marquesa como superintendente. Había por fin luz y aire, camas y mantas limpias, enfermería, capilla, talleres de trabajo (hilados de cáñamo y lino, confección de medias y ropa) y un patio. Hizo plantar flores y árboles frutales. El trabajo fue repartido: dos tercios de las ganancias se entregaban inmediatamente y un tercio se apartaba para dárselo cuando estuvieran libres.

La marquesa quería evitar la reincidencia. En 1831 se construyó el Refugio para jóvenes huérfanas menores de 15 años. El joven Don Bosco se convirtió en el capellán del Refugio. Se hizo cargo de las jóvenes, pero quiso dos estancias para los niños abandonados. La convivencia entre la marquesa y Don Bosco no funcionó y fue despedido.

Juliette y su esposo han sido declarados venerables por la Iglesia.


*Artículo original publicado en el número de mayo de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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