El ‘Diario’ de Ana Frank es uno de los documentos más conmovedores que se escribieron en el marco del Holocausto. En sus páginas podemos degustar de un corazón que se mantuvo en estado de pureza pese al encierro y la amenaza constante. No cabe duda de que es una de las obras cumbres del siglo XX.
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Sin embargo, el diario cierra sus páginas pocos días antes de ser descubiertos “en la casa de atrás”. De tal manera que, como es de suponer, no hay noticias de su experiencia en Westerbork, Auschwitz y Bergen-Belsen, donde hallaría la muerte.
Sin embargo, hay otro diario, no tan famoso, pero sí muy valioso para conocer el mundo interior de un judío en el corazón del Holocausto. Se trata del ‘Diario’ de Etty Hillesum, judía neerlandesa, escrito entre 1941 y 1943. Diario que recogerá su evolución espiritual, su valor humano, ético y trascendental, muy influenciado por el escritor Rainer Maria Rilke. En sus páginas pude darme cuenta de un error en mi manera de manejar el concepto de la interioridad. De esos errores van estas líneas.
La interioridad
La cultura en Occidente ha sustentado su existencia en la dualidad, cuyo resultado más notorio es la erosión lenta, pero firme, del sentido de la vida, del hombre y su relación con todo lo que está a su alrededor. Nunca hemos podido, pese a infinidad de intentos, armonizar todas las dimensiones de la realidad en libertad y espontáneamente.
En los intersticios de esa dualidad, el concepto de interioridad se ha asomado muchas veces, aunque como término filosófico formalmente hablando podría hallar su origen a comienzos del siglo XX, gracias a figuras como Husserl, Mounier y Edith Stein, que lo rescatarán de la corriente pietista del siglo XIX, particularmente del pensamiento de Kierkegaard.
Para muchos autores, hablar de interioridad y de dimensión espiritual es redundante. La mala costumbre de este mundo secularizado tomó al concepto para atizar el fuego de la dualidad. La interioridad y la exterioridad no son la misma cosa, no forman parte del mismo espacio lingüístico, denotan universos distintos, peor aún, son contradictorios.
Por ello, cuando se habla de interioridad, casi de manera automática, la audiencia se ubica de manera obediente y disciplinada en lo religioso, como si, además, lo religioso, lo espiritual, también fuera algo absolutamente ajeno a la exterioridad.
Interioridad contra exterioridad
De alguna manera, tanto el diario de Ana Frank como el de Elly Hillesum nos demuestran que la interioridad y la exterioridad, ni siquiera son las dos caras de una moneda. La interioridad, no solo indica conciencia, mismidad, un ‘yo’ que unifica y da sentido a todas las realidades que constituyen al hombre, además, y precisamente por lo expuesto, es ruta para acceder a nuestra verdadera identidad que solo se consolida frente al Misterio divino.
La exterioridad, no solo es cuerpo y materia, sino ‘revelación’ de lo cosechado en la interioridad, puesto que esta última se configura en y a través de las distintas dimensiones constitutivas del hombre, entre ellas, la sociabilidad.
El antónimo de interioridad no es exterioridad, sino superficialidad o trivialidad. Lo externo brota de la fecundidad de lo interno. Todo lo que arde dentro del hombre está llamado a expresarse saliendo de sí. Allí el sentido y sustento profundos del arte de educar.
La interioridad requiere de una corporeidad, por ello, no es elegir entre una y otra, como pretenden algunos discursos ‘espirituosos’ actuales. Se trata, más bien, de conjugarlas, de vivirlas en su mutua relación, que no es otra cosa que la manifestación del propio ‘ser’. Lo escribía Hillesum en su diario: “Vivir totalmente por fuera como por dentro, no sacrificar nada de la realidad exterior a la vida interior, ni tampoco a la inversa: he ahí una tarea apasionante”.
San Agustín, aunque no hablaba de interioridad formalmente, sí se refería a un ‘enigma para sí mismo’, que se iba develando en la medida en que el hombre se acercaba a Dios, al Otro radical. De la misma manera ocurre entre los hombres y mujeres que comparten un tiempo y un espacio.
No hay interioridad sin trascendencia. Los frutos de la vida interior, así lo resalta Santa Teresa de Jesús, se alcanzan afrontando decididamente los desafías de ese mundo interior que no se escapa de la integración personal con el otro. La interioridad solo es tal si se abre a la reflexión, al discernimiento, al amor y a la libertad para darle solidez al compromiso con el otro, con el mundo al cual pertenecemos. Paz y Bien.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela