Luego de conocer las declaraciones del cardenal Charles Bo, arzobispo de Yangon, Birmania, queda una sensación de que esta pandemia pudo haber sido evitada. Quizás, por eso el purpurado responsabiliza al régimen del estado chino por esta crisis sanitaria del Covid-19. Tanta es su indignación que pide al gobierno de China que responda ante el mundo con indemnizaciones por el mal realizado. El purpurado aseguró, que esta pandemia, más allá de darnos algunas lecciones de cómo vivimos, consumimos, contaminamos y ahogamos nuestro tiempo con cosas vanas; quienes la originaron deben pedir al menos disculpas y pagar el daño por la crisis que han provocado. Recuerda también el cardenal, Charles Bo, cómo el gobierno de China silenció a doctores, periodistas e intelectuales que lanzaron la alarma desde el mes de diciembre. Porque si se hubiera actuado antes y no con la inusitada negligencia con que obró el régimen chino, se podría haber evitado todas las consecuencias económicas, sociales y de salud que la gran mayoría del planeta padece.
- Consulta la revista gratis durante la cuarentena: haz click aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Seguramente, que, en el terreno de los acusados, quisiéramos condenar al gobierno de China y su régimen para que de alguna manera se haga responsable de su error e inoperancia. Pero sabemos que en materia de errores e inoperancia el mundo está lleno y en lo personal también, pues cada uno comete sus propios errores o desaciertos. Pasó como en muchos casos o desastres históricos como el hundimiento del Titanic al chocar con un iceberg (1912), el accidente nuclear en la ciudad de Chernóbil, Ucrania o el accidente del transbordador espacial Challenger cuando explotó en pleno despegue (1986). Curiosamente, los errores son más atendibles y visibles a los ojos de los demás que los propios aciertos, estos últimos, se quedan siempre esperando aquella felicitación que nunca llega. Así la existencia se va fraguando en medio de estos binomios virtud/pecado, bien/mal, alegría/tristeza, salud/enfermedad, soledad/compañía, amor/odio etcétera. Son ingredientes que no pueden faltar en la mesa de la vida y que, a pesar de todo, el Señor siempre nos está llamando para ser sal y luz de la tierra.
Generadores de esperanza
Queremos ser esa sal y luz de la que nuestro Señor hizo hincapié en el evangelio, pero a veces no somos toda la luz que podemos iluminar ni la sal que condimenta nuestro peregrinar. Sentimos que este tiempo tan particular como el de una pandemia nos limita y condiciona hasta el punto de que nos lleva a vivir confinados y ahogando nuestro hastío y tedio, porque no podemos expresarnos como quisiéramos y en la libertad que nos otorga la propia “normalidad”. Sin embargo, el Señor “algo” nos dirá después de haber sorteado esta lección. Es obvio que él no quiere esto para el hombre y si ha ocurrido es por cualquier otro factor, pero no por un designio suyo.
No obstante, inmovilizados aún podemos ser generadores de esperanza y de optimismo para muchos. Hace poco, el papa Francisco en su homilía del domingo Ramos, señaló que la vida no sirve si no se sirve. Es decir, una vez más, el Papa apela a esa capacidad de entregarnos por una causa y ser generadores de ilusión y optimismo a pesar de todo. Es una invitación a levantarnos y a no permitir que el desánimo nos abrume. Duele ver cómo en medio de la pandemia, el mundo cristiano y no cristiano ha tenido que llorar a sus seres queridos sin despedirse de ellos, o como de una manera atípica el mundo creyente ha tenido que vivir estos días de Semana Santa desde sus casas y participando virtualmente de los actos litúrgicos. Sin duda, que es difícil y seguro que muchos cuando esta pandemia se levante y se dé el alta, volverán asiduos a la Eucaristía y por qué no decirlo a la propia Confesión.
Ilusionados por este regreso a los centros de culto y devoción, pensamos en este tiempo de Pascua y en la promesa del Señor: “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Son hermosas palabras de nuestro Señor, luego de resucitar, en su despedida final a los Apóstoles antes de enviarlos a pregonar la Buena Noticia. Pero aquella consigna es también para nosotros que, en medio de esta pandemia, tenemos que sacar algunas lecciones. ¿Cuáles? Esa es una enseñanza que cada uno hará en su corazón. Ahora lo importante es ver si como creyentes nuestra fe en Dios crece o se amilana en este aparente “silencio de Dios”.
Quizás se puede desprender en este tiempo y entender que cada vez el egoísmo, el ego y el afán de poder se han convertido más que en una forma de vida en una razón de ser. Lo cierto es que tanto la riqueza como el poder se han transformado en instrumentos de corrupción y de muerte. Si los seres humanos estamos vacíos de credibilidad por una vida dominada por la ética relativista, donde el “obrar bien” está mal y el “obrar mal” es lo correcto, entonces no pretendamos que la Resurrección del Señor sea un hecho comprobable y cambie nuestras vidas por un acto mágico. Porque si aún no hemos sido capaces de cambiar la historia de los poderosos, los aprovechadores y los corruptos, entonces necesitamos un acto más que racional para entender que la Resurrección de Cristo no se comprende sino desde la misericordia de Dios, que mira con compasión la miseria humana.