Con motivo de la memoria litúrgica de Nuestra Señora la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero se celebra cada año la Jornada Mundial del Enfermo. Esta Jornada fue instituida por san Juan Pablo II en mayo de 1992; se venía realizando en algunos países y regiones con grandes frutos pastorales y él quiso extenderla a todo el mundo.
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¿Por qué el 11 de febrero? Porque esa fecha era muy importante para san Juan Pablo II. El 11 de febrero de 1984 publicó la carta apostólica ‘Salvifici Doloris’ y el 11 de febrero del año siguiente instituyó la Pontificia Comisión para la Pastoral de los Agentes Sanitarios con el Motu Proprio ‘Dolentium hominum’. En 1988 esta Comisión pasó a llamarse Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios.
Todo ello nos sirve para encuadrar la Jornada Mundial del Enfermo, pero el centro de la misma son quienes sufren por la enfermedad o por las limitaciones propias de los años. El papa Francisco ha titulado el mensaje de la Jornada Mundial del Enfermo de este año con unas palabras del Evangelio especialmente pensadas para ellos: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Dirigiéndose a los enfermos, el Papa escribe: “A causa de la enfermedad, estáis de modo particular entre quienes, ‘cansados y agobiados’, atraen la mirada y el corazón de Jesús. De ahí viene la luz para vuestros momentos de oscuridad, la esperanza para vuestro desconsuelo. Jesús os invita a acudir a Él: ‘Venid’. En Él, efectivamente, encontraréis la fuerza para afrontar las inquietudes y las preguntas que surgen en vosotros, en esta ‘noche’ del cuerpo y del espíritu. Sí, Cristo no nos ha dado recetas, sino que con su pasión, muerte y resurrección nos libera de la opresión del mal. Y continúa diciendo el Papa: en esta condición, ciertamente, necesitáis un lugar para restableceros. La Iglesia desea ser cada vez más la ‘posada’ del Buen Samaritano que es Cristo (cf. Lc 10,34), es decir, la casa en la que podéis encontrar su gracia, que se expresa en la familiaridad, en la acogida y en el consuelo”.
Desde esta mirada se entiende mejor y cobra pleno sentido la presencia de los capellanes en los hospitales. Porque el capellán, que representa a Cristo, ofrece al enfermo la ayuda necesaria para afrontar la enfermedad y llevarla en unión con los sufrimientos del propio Cristo. El capellán de hospital no solo administra sacramentos, sino que acompaña al enfermo en el proceso de su enfermedad, que en muchos casos es larga y dura. El capellán, con su presencia, es para el enfermo alivio en el proceso de su enfermedad, una enfermedad que le hace necesitar que le tendamos una mano, que le brindemos una palabra de consuelo. Como capellán puedo decir que esto lo experimento con mucha frecuencia en el hospital Virgen de la Salud de Toledo. La presencia del sacerdote es, en verdad, un alivio y un consuelo para los enfermos, sobre todo para aquellos que solicitan el servicio religioso e, incluso, para sus familiares.
Porque el enfermo no es solo cuerpo, sino que también es espíritu; hay que atender a la persona en toda su integridad. Los médicos, el servicio de enfermería, los auxiliares de enfermería y los celadores atienden las necesidades que el enfermo tiene con respecto al cuerpo. Los capellanes, junto con los voluntarios, atendemos el alma del enfermo, para que afronte la enfermedad con la fortaleza y la mansedumbre que el Señor comunica por medio de los sacramentos.
La asistencia religiosa en los hospitales, cada uno según su confesión, es un derecho del enfermo. Forma parte de su libertad religiosa. Porque las personas no somos aconfesionales como lo es el Estado.
Este contexto permite entender el error de la propuesta que algún partido político ha hecho al Gobierno de España en el sentido de retirar a los capellanes de los hospitales públicos. No estamos hablando de identificación entre Iglesia y Estado. Se trata de una persona que sufre y desea encontrar ayuda espiritual eficaz, de un auténtico derecho del enfermo a solicitar el servicio religioso –tal y como está reflejado en los acuerdos entre la Santa Sede y el Estado en 1979 y que se ratificó en 1985–, un servicio necesario para su vida.
La clave, una vez más, nos la da el Papa en su mensaje: “Queridos agentes sanitarios: Cada intervención de diagnóstico, preventiva, terapéutica, de investigación, cada tratamiento o rehabilitación se dirige a la persona enferma, donde el sustantivo ‘persona’ siempre está antes del adjetivo ‘enferma’. Por lo tanto, que vuestra acción tenga constantemente presente la dignidad y la vida de la persona, sin ceder a actos que lleven a la eutanasia, al suicidio asistido o a poner fin a la vida, ni siquiera cuando el estado de la enfermedad sea irreversible”.