Tribuna

Una semana en La Trapa

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Cada 11 de julio recordamos a san Benito de Nursia, columna del monacato occidental y fundador de la familia benedictina. La posterior reforma de Císter hacia 1098 dio origen, en el siglo XVII, a la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (O.C.S.O), fundada en la Abadía de la Trapa, ubicada en la región francesa de Baja Normandía. En España, hay 19 monasterios de monjes y monjas trapenses cuya vida supone una vuelta a la vida monástica más estricta, con un mayor énfasis en el silencio, la austeridad y la oración.



El conocido Hermano Rafael, canonizado por Benedicto XVI en octubre de 2009 y presentado como un modelo para la juventud, vivió la experiencia trapense en el monasterio de San Isidro de Dueñas (Palencia), donde falleció en abril de 1938 a los 27 años de edad, debido a complicaciones de su enfermedad. Su experiencia monástica fue muy limitada, pues la enfermedad que padecía limitó su capacidad de seguir la estricta forma de vida trapense. Pero, a pesar de las limitaciones, su paso por Dueñas dejó huella hasta hoy.

La acogida y la hospitalidad son dos de las señas de identidad de la tradición monástica benedictina y es eso lo primero que se experimenta cuando llegas a una comunidad trapense. En mi caso, la experiencia de una semana en La Trapa de Dueñas se debió a la invitación a impartir un curso en el que participarían monjes y monjas de toda España que se dedican a acompañar la formación en sus respectivos monasterios.

Una jornada en La Trapa

Incluso para los que estamos acostumbrados a una vida de horarios comunitarios en los que los tiempos de oración, trabajo y estudio están definidos, el ritmo trapense supone una vuelta de tuerca más. Dentro de la comunidad, el horario está marcado por el sonido de un timbre eléctrico (antes era una campana) que suena por primera vez a las cuatro de la mañana. A las 4:15 se inicia el primer momento de oración de Vigilias, el Ángelus, un tiempo de oración personal y, al terminar, la Lectio Divina. A las 6:30 suena la campana de la torre para iniciar la oración de Laudes, seguida de la Eucaristía comunitaria y otro tiempo de recogimiento hasta el desayuno. Tras el rezo de Tercia se inicia el tiempo de trabajo hasta las 11:30, seguido de un nuevo momento de Lectio Divina hasta las 12:45, cuando la comunidad se vuelve a reunir para la oración de Sexta y el Ángelus. Hasta aquí, llegamos al mediodía en un estricto clima de silencio que solo se rompe por las oraciones y cantos litúrgicos, y con un ritmo que deja poca ocasión para el despiste o aburrimiento.

El almuerzo es a la una, también en silencio. Tras la bendición inicial, varios monjes van repartiendo la comida en el amplio refectorio monástico mientras otro monje lee pensamientos del Hermano Rafael, fragmentos de algún periódico con noticias del día, capítulos de algún libro sobre temas de interés y, finalmente, un texto bíblico. La comida es sencilla y variada, aprovechando varios de los productos que se cosechan en las huertas monásticas. Al terminar, se da gracias por los alimentos recibidos y cada monje toma sus cubiertos y vajilla para lavarlos personalmente.

Entre el final de la comida y el rezo de la Hora Tercia hay un tiempo de descanso que todos los monjes aprovechan para compensar el madrugón de cada día. Diez minutos antes de las tres vuelve a sonar el timbre que indica que hay que volver al coro para iniciar la oración, un momento de Lectio Divina comunitaria y, nuevamente, tiempo de trabajo hasta pasadas las seis de la tarde. La campana suena a las 18:45 para iniciar la oración de Vísperas, seguida de un tiempo de oración personal y, a las 19:30, la cena, también en silencio, con lecturas de fondo y el lavado de la vajilla al terminar. La jornada concluye a las 20:30 con la oración de Completas, la Salve y el Ángelus, con solemne toque de campanas. Durante la procesión de salida del coro, el abad bendice con agua bendita a toda la comunidad mientras los monjes regresan a sus celdas en una procesión por el claustro que, sin ningún elemento añadido, supone un solemne momento de agradecimiento a Dios por el día que termina.

Hermano Rafael

Pocos días antes de morir, el Hermano Rafael escribía: “Cada vez espero menos en los hombres… ¡qué gran misericordia la de Dios! Él suple con creces lo que ellos no me dan. Voy viendo con suma claridad que quien pone los ojos en la tierra y en las criaturas, pierde su tiempo… Solo Jesús llena el corazón y el alma”. Cuando se leen estas palabras viviendo la experiencia monástica de La Trapa, su mensaje cobra un sentido pleno de actualidad. En un mundo centrado en el deseo de poder, el culto a la imagen, el relativismo y la apariencia, solo desde una vida centrada en la oración, en la interioridad y en Dios, es posible descubrir el sentido profundo de existir, lo que verdaderamente llena el corazón y el alma.

Y, junto a esta experiencia interior, en La Trapa se vive y respira una profunda humanidad que no se expresa solo en palabras, sino en gestos, miradas y testimonios de vidas entregadas. Los momentos de diálogo son limitados y, quizás por ello, cuando se dan, se aprovechan más y mejor, midiendo las palabras, aprovechando y saboreando lo escuchado y lo compartido.

La vida monástica no es sencilla, y para nada es un lugar al que huyen personas que no han encontrado otras opciones fuera del monasterio. Es más, un monje debe ser muy equilibrado, tener un buen recorrido vital y profunda formación humana y espiritual. Lo normal es que los monjes pasen toda su vida en un mismo monasterio y con un mismo grupo de hermanos, por lo que las relaciones humanas, la resolución de conflictos, el desarrollo espiritual, afectivo y relacional deben ser prioritarios. Para ello, hay muchos medios que ayudan, como el acompañamiento y guía del abad, que se convierte en padre para todos, medidas de supervisión y acompañamiento externo, como es la figura del denominado ‘padre inmediato’, y los capítulos monásticos, tanto locales como generales.

La Trapa de Dueñas (Palencia)

La Trapa de Dueñas (Palencia)

Por todo ello, tenemos que cuidar la vida monástica. Es uno de los grandes tesoros de la Iglesia. Pensemos en lo que supone que haya hombres y mujeres que, día tras día, pongan en el centro de su misión orar por las necesidades de la humanidad. Tenemos que cuidar la vida monástica, porque también en ella se producen heridas y necesidades que, muchas veces, son difíciles de detectar y acompañar. Tenemos que cuidar la vida monástica, porque es testimonio de uno de los mensajes más transformadores para el mundo de hoy: “Solo Jesús llena el corazón y el alma”.

Una semana en La Trapa no es cualquier cosa, y ayuda a actualizar mucho de lo descuidado, a evaluar mucho de lo vivido y a impulsar la misión encomendada. Tenemos que cuidar la vida monástica, porque la vida monástica cuida de nosotros.