En su libro ‘Imitación de Cristo’, Tomás de Kempis escribe que si el hombre tuviera tranquilidad en su conciencia, no tendría mucho temor a la muerte. Estas palabras me recuerdan a lo meditado recientemente en los Ejercicios Espirituales cuando trajeron a la dinámica aquellas palabras de Santa Teresita del Niño Jesús en su lecho de muerte: “para morir se debe sentir alegría, no es la muerte la que vendrá a buscarme, sino el Señor, yo no tengo ningún miedo a ninguna separación que me unirá para siempre al Buen Dios”. Esa alegría la produce la certeza de que, efectivamente, Jesucristo, y no la muerte, vendrá por nosotros.
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Esa certeza nace de la confianza, pues es en esa confianza donde nos sostenemos cada día, seguros de que nos mantendrá de pie ante la mirada del Señor cuando nos llame junto a Él, comenta el Papa Francisco. Francisco de Borja SJ, autor de ‘Algunos remedios para que los siervos de Dios no teman la muerte’, explica cómo ver a la muerte, no como el final abrupto, terrible y siempre injusto del hombre, sino más bien, como una recompensa y descanso de todo lo que se había vivido anteriormente, ya que eso vivido anteriormente, estuvo en todo momento abrazado a la convicción de que la promesa hecha por Jesucristo se cumplirá: “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn 11, 25-26).
La muerte es cierta
En ‘El Decameron’, Boccaccio escribe: “¡Cuántos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!”. Y es que, según he comprendido, no hay duda de la muerte, todo lo demás, tanto lo bueno como lo malo, resulta incierto: “Se resiste al fuego, se resiste al agua y al hierro, hasta el poderío de los príncipes se puede contrastar; mas la muerte ¿quién la resistirá?”, advierte San Agustín. Entonces, he concluido que el arte del bien morir tiene como punto de partida comprender y aceptar lo inevitable de la muerte, puesto que es cierta.
La vida realmente es tan solo un soplo, por ello, no solo se trata de aceptar que la muerte llegará, sino que, además, esta vida pasa muy rápido y esto también, cuantos más años van pasando de nuestra vida, más claridad tenemos. Ahora bien, sabemos que la muerte llegará y que la vida pasa rápido, pero no sabemos cuándo será el día; “La pena es cierta e incierta la hora. Entre todas las cosas humanas no hay una más cierta que la incertidumbre de la muerte”, escribe San Agustín. Precisamente por estas cuestiones, la Escritura nos invita constantemente a estar alertas: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor” (Mt 24,42). Velad, estar alertas, no es otra cosa que esforzarnos por mantenernos en el camino correcto, en presencia constante de Dios.
Estar preparados
En tal sentido, si sabemos que es inevitable, entonces nos corresponde prepararnos, y como su llegada puede ser en cualquier momento, entonces, claro está, hay que estar siempre preparados. Si supiéramos que hoy, el día de hoy, vendrá Jesús por nosotros, ¿cuántos pecados estaríamos dispuestos a cometer? Probablemente, hoy viviríamos en la santidad que el resto de nuestros días nos negamos a vivir. Porque, lo curioso, es que sabemos muy bien qué hacer y qué no hacer para vivir santamente. Sin embargo, no lo hacemos. Me gustaría poder decir lo que respondió Santo Domingo Savio ante la pregunta por la muerte: “¿qué harías si te dijesen que en una hora vas a morir?”, él respondió: Seguiría jugando”. Lo extraordinario es que, si bien no pudo seguir jugando, ya que estaba en cama, murió con la tranquilidad propia de quien ve los ojos de la belleza más profunda.
El propio santo Domingo Savio afirmó que prefería morir antes que pecar, pero, diríamos hoy, de igual forma vamos a morir. No, no vamos a morir de igual forma, porque quien cree en Jesucristo no muere, y creer en Él no solo es una frase, no solo son palabras conmovedoras y entusiastas. Creer en Él significa encausar toda nuestra vida en su corazón y esto no podemos hacerlo como puro acto de nuestra voluntad, ni por nuestras propias fuerzas. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela