FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Saber que vamos a morir nos hace distintos a cualquier especie: no nos deja irnos sin más, nos exige existir de otra manera….”.
Hace poco más de una semana, un buen amigo me comentaba la impresión que le había causado la muerte de su madre. La aguardaba desde hacía ya demasiado tiempo con la esperanza que ponemos en el fin del sufrimiento y la degradación.
Mi amigo es un agnóstico de los que no abundan en nuestro país. Respetuoso con la religión católica, a la que considera baluarte de valores que no corresponden solamente a los creyentes. Defensor de la importancia del cristianismo en la constitución de la cultura europea y del sentido universal y libre del ser humano. Con la humildad de la que carecen esos ateos a los que Chesterton reprochaba estar obsesionados con Dios, siempre me dice que su falta de fe no es una prueba de la inexistencia del Padre, sino una demostración de las limitaciones de la inteligencia humana.
Realizó una ceremonia religiosa para despedir a su madre, que sí era creyente, y siguió con interés las palabras del sacerdote que la ofició. Le decepcionó que, como es habitual, la vida solo se considerara mero valle de lágrimas y corto permiso de residencia en la tierra. Le pareció que los católicos, precisamente los católicos, deberíamos poner el énfasis en una visión más generosa de la existencia mundana del hombre y más respetuosa con un mensaje fundacional que nunca la redujo a puro trámite. Nuestra vida no es un mero recipiente temporal para un alma en pecado, a la espera del don de la gracia, como pensaban los protestantes. Fue eso lo que provocó su salida de la unidad cristiana en el siglo XVI.
La vida no es un breve tránsito; lo es la muerte. Y, en estos días en que hemos recordado la Pasión de Jesús, pensar en nuestra condición de seres mortales da el rango adecuado a una conmemoración que debe ser afirmación de nuestra fe. Creo que Jesús nos devolvió la salvación extraviada, la alianza con Dios nuevamente establecida. Pero también creo que su vida fue ejemplar en el más literal de los sentidos: en proponerse como modelo de conducta, reivindicación de una forma plena y exacta de ser hombre.
Somos las únicas criaturas capaces de distanciarse de sí mismas, de pensarse, de no ser la pura respuesta a la inmediatez de sus instintos. Estamos dotados de libertad porque disponemos de esa conciencia de nuestra vida. Y porque en esa misma conciencia, en esa severa meditación, se encuentra siempre la consideración de la muerte.
Saber que vamos a morir nos hace distintos a cualquier especie: no nos deja irnos sin más, como una modificación accidental del paisaje del mundo. Saber que vamos a morir nos exige existir de otra manera. Como lo demuestra nuestra actitud ante la violencia terrorista o ante el frívolo e impune sacrificio de los no nacidos, los cristianos somos defensores radicales de la vida. Nunca podremos relativizarla, nunca la negociaremos. Cuando su entrega es el resultado de un acto de abnegación, rechazaremos ese impulso romántico o ese heroísmo vanidoso que ve en una decisión dolorosa y trágica la corroboración del carácter secundario de la vida.
La vida humana es un milagro diario y exigente, cuya conciencia de la muerte no crea desolación ni desamparo, sino un alto sentido de la responsabilidad. Los católicos no nos desentendemos del valor de la existencia: lo asumimos como el lugar en el que nuestra libertad se realiza y, por tanto, donde nuestra voluntad es sometida a un juicio moral permanente. Acabamos de celebrar el momento en que Jesús mostró que nuestra redención es el resultado de la vida. Pero que solo tenemos la experiencia de esta vida limitada para creer en nuestra propia trascendencia. Solo desde la finitud podemos imaginar la eternidad.
No solo conmemoramos la muerte de Jesús y la promesa mostrada en su Resurrección. Afirmamos, de nuevo, que en cada acto de una conciencia libre se encuentra la justificación de una vida que puede ser dolorosa, pero nunca insignificante; difícil, pero nunca absurda. Afirmamos que la muerte no es principio ni final, sino continuidad de cada uno. Y podemos decir, con Dylan Thomas cantando a una muchacha muerta en un bombardeo alemán sobre Londres: “Descansa tranquila. Tras esta primera muerte, no hay ninguna otra”.
En el nº 2.891 de Vida Nueva