Estremece ver el gran número de menores y adultos en situación de vulnerabilidad que sufren abusos de diverso tipo, físico, psicológico y sexual. Es tocar con las manos el misterio del mal. El estremecimiento es desgarrador cuando observamos que estos crímenes son realizados por personas en quienes los menores confían, ya sea en el seno de la familia, en el ámbito educativo o en el de la comunidad cristiana por personas consagradas a ser signo e instrumento del amor de Dios en medio del mundo y dedicadas a decir con Jesús: “Dejad que los niños se acerquen a mí” (Mc 10, 13).
Resuenan, entonces, con fuerza otras palabras de Cristo: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino en el cuello y le arrojasen al mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que haya escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!” (Mt. 18, 6-8).
La Iglesia española, de manera especial los pastores, nos vemos urgidos por las palabras de Jesús, por el llamamiento apremiante del papa Francisco y por la sensibilización creciente de la comunidad cristiana y de la sociedad española a hacer frente a este doloroso y grave asunto, síntoma de problemas personales, eclesiales y sociales más profundos. En este doloroso drama, la Iglesia siente como propio el dolor de las víctimas, no solo el causado por clérigos, sino también al causado por cualquier otra persona. Todas las víctimas nos duelen.
Conversión eclesial
Pero conocemos bien el don inmenso que estamos llamados y dispuestos a ofrecer: el amor misericordioso que hemos recibido; la riqueza de un pueblo con múltiples carismas e instrumentos que pueden ponerse al servicio de la verdad y la justicia; la sanación de las víctimas y la prevención educativa y organizativa que evite, en lo humanamente posible, la repetición de estos hechos. Todo esto precisa de una conversión eclesial que se manifieste en afrontar en el seno de la propia comunidad cristiana los abusos a menores vividos, cualquiera que sea su número.
Queremos que se haga justicia; respetar, acoger, escuchar y facilitar la sanación de las víctimas y revisar los procesos formativos, iniciales y permanentes, así como el acompañamiento en las diversas vocaciones eclesiales, especialmente aquellas que están más en contacto con menores.
Sin esta senda de autocrítica y renovación moral, espiritual y pastoral, la ayuda que la Iglesia puede y debe ofrecer en este campo, quedaría muy disminuida en su indudable autoridad moral. Más aún, cuando los hechos conocidos y la manera en que fueron abordados, han dado pie a un tratamiento en los medios de comunicación social que, en algunos casos, pareciera dirigido más a socavar dicha autoridad moral que a buscar la justicia, el respeto y bien de las víctimas.
Las medidas no bastan
La Iglesia cree que, ante esta realidad de mal y miseria humanas que expresan la condición pecadora del hombre y una cierta patología social, son necesarias medidas de carácter legal y organizativo en los diversos ámbitos de la vida en convivencia, pero no bastan. En nuestra sociedad observamos cómo se han cambiado leyes, endurecido penas, ampliada la presencia policial e instrumentos de control, establecidos programas y protocolos en el campo de los abusos, de la violencia en el seno de las relaciones familiares o afectivas, de la corrupción o las adicciones antiguas o nuevas. Seguramente sean necesarias casi todas estas medidas, pero no bastan.
La Iglesia, que implora la misericordia del Señor, sabe que esta es su gran aportación y el corazón mismo de su misión en el mundo: anunciar y encarnar la misericordia de Dios en medio de la fragilidad y miseria humanas. La misericordia es una forma de amar que lleva en su seno verdad, justicia y perdón.
En medio de la humildad y de la vergüenza a la que nos llevan los hechos ocurridos en la Iglesia católica, en España y en todo el mundo, ¡somos un solo pueblo!, ¡somos un solo cuerpo!, quizá el Señor nos ofrece la llamada y la oportunidad de corregir el “plano inclinado” de la mediocridad y renovar nuestra vida eclesial. Es cierto, somos una comunidad de pecadores perdonados, compartimos el dolor del mundo y, sabiéndonos traidores y cómplices, queremos experimentar, compartir y ofrecer la misericordia.
Una Iglesia humilde y purificada puede acoger la llamada a abanderar el compromiso social contra la lacra del abuso infantil en las familias, en las comunidades cristianas y en toda la sociedad.
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