En el comienzo de su primera carta a los Corintios, san Pablo señala con claridad uno de los pilares sobre los que se apoyó toda su vida de Apóstol del Evangelio: anunciar la Buena Noticia “sin recurrir a la elocuencia humana, para que la cruz de Cristo no pierda su eficacia” (1 Cor 1, 17). Desde entonces, a lo largo de los siglos, este ha sido el gran desafío de todo cristiano que quiere ser fiel a su vocación; desde entonces, cada generación ha tenido que responderse a preguntas que se reiteran: ¿cómo transmitir el Evangelio sin traicionarlo? ¿Cómo ser fieles al mandato del Maestro que, además de transmitirnos un “mensaje de salvación”, unas bellas palabras de consuelo, vino a salvarnos a través de la cruz? Y, en la actualidad, ¿cómo hablar de la cruz en nuestros días, en un mundo multicultural y globalizado?
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Pablo se presenta a sí mismo como anunciador de “una locura” que es “fuerza de Dios”. Y lo explica así: “Porque está escrito: ‘Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto?’. ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad?” (1 Cor 1, 19-20).
Para que no queden dudas insiste: “Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Cor 1, 21 ss).
Ese fue el mayor desafío desde los primeros momentos de la vida de la Iglesia y desde los primeros momentos de la vida pública del profeta de Nazaret. Esa será la exigente enseñanza que deberán aprender sus primeros discípulos, empezando por Pedro, que fue el que debió escuchar de boca del Maestro aquellas duras palabras: “¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33), cuando se resistió a aceptar las afirmaciones desconcertantes de Jesús, que les decía a sus discípulos que “el Hijo del hombre tenía que padecer mucho” (Mc 8, 31).
Como para que no quedaran dudas, también afirmó ante sus amigos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8, 34-36). Efectivamente, los pensamientos de Pedro que se resiste a aceptar esas palabras eran reflejo de “los de los hombres”, de todos los hombres y mujeres de la historia, las palabras del rudo pescador expresaban los sentimientos de todos los seres humanos ante el dolor y el sufrimiento.
Desde entonces hasta nuestros días, en esa misma piedra tropezamos generación tras generación: ¿cómo comprender y explicar que la Buena Noticia de la salvación es inseparable de la cruz? Se trata de mucho más que una inquietud intelectual, un acertijo filosófico a dilucidar o un “problema” a resolver. Se trata de aceptar que cada uno de nosotros deberemos recorrer ese camino, que no hay ningún atajo, que por mucho que lo pensemos, o intentemos alguna escapatoria, no hay otra salida que la que propone el Maestro: recorrer con él la Vía Dolorosa, esa calle que recorrió el Salvador cargando con la cruz, camino de su crucifixión.
¡Qué bueno sería poder anunciar otra cosa! ¡Qué gran noticia para todos sería poder decir lo contrario y proclamar a gritos que la salvación recibida del Mesías ha borrado de la faz de la tierra el dolor y el sufrimiento! Pero no. Nosotros anunciamos “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2, 9). Esa es la gran incógnita: que “lo que Dios preparó para los que le aman” incluye atravesar el misterio de la cruz.
Con María Santísima podemos preguntarnos sorprendidos “¿cómo puede ser eso?” (Lc 1, 34) y escuchar entonces la voz del ángel: “Porque no hay nada imposible para Dios” (Lc 1, 37). Esa es la única luz que se nos ofrece: “No hay nada imposible para Dios”. Para María fue suficiente: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1, 38). Ese día María se abrazó a la cruz, muchos años antes que aquel momento en el Gólgota, cuando eran “las tres de la tarde” y “entonces Jesús, dando un gran grito, expiró” (Mc 15, 37). (…)