San Juan Pablo II señaló de manera clara y decidida a los grandes totalitarismos del siglo XX, nazismo y comunismo, como ideologías del mal, cuya acción histórica se fundamentó en situar ciertos ideales por encima de la persona humana real y concreta.
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En ‘Memoria e Identidad‘ (2005) señala que, después de que la Modernidad redujera a Dios a simple idea elaborada por el pensamiento humano, “el hombre se había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización; solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo”. Eliminó de su horizonte racional el sentido del pecado, concretando así lo dicho por Pío XII, “El pecado del siglo es la pérdida del sentido de pecado”.
En ese mismo libro, señala San Juan Pablo II: “La única verdad capaz de contrarrestar el mal de estas ideologías es que Dios es Misericordia, la verdad del Cristo misericordioso”. De allí la importancia y relevancia de las anotaciones que Santa Faustina Kowalska recogió en su diario.
Revelaciones centradas en el misterio de la Divina Misericordia experimentadas, precisamente, en el tiempo en que estas perversiones ideológicas surgen y se desarrollan en Europa. Ideologías que enseñan al hombre a rechazar la Misericordia de Dios y la ayuda del Espíritu Santo, es decir, lo que Jesucristo señaló como “blasfemia contra el Espíritu Santo” y esto, según lo dispuesto en el Evangelio, es imperdonable (cf. Mt 12,31).
Visiones del Purgatorio y del Infierno
Santa Faustina detalló en su ‘Diario’ (1981) todas las apariciones y extraordinarias visiones que vivió entre 1931 y 1938. Las más conocidas, claro está, son aquellas que establecen las bases del culto a la Divina Misericordia, pero hay otras que son conocidas, pero muy poco meditadas.
Me refiero a las visiones que sobre el Purgatorio, el Infierno y el Paraíso tuvo la Santa y que, de alguna manera, van a constituirse, en aspectos que ayudan a comprender la dinámica de la Misericordia Divina, sino que, además, resultan narraciones que estimulan la conversión de quien las lee y medita con fundamento y apertura de corazón.
En 1926, estando de vacaciones en Skolimów, ocurrirá la visión del Purgatorio. Escoltada por su Ángel de la Guarda, se encontró “en un lugar nebuloso, lleno de fuego y había allí una multitud de almas sufrientes. Estas almas estaban orando con gran fervor, pero sin eficacia para ellas mismas; sólo nosotros podemos ayudarlas”. Almas que sufrían el tormento de la añoranza de Dios.
En octubre de 1936, experimenta la visión del Infierno. En esta oportunidad, será guiada por un ángel, lugar terrible y brutal, en el cual las almas son sometidas a varios tipos de torturas, entre ellas, la pérdida de Dios, el eterno remordimiento de conciencia, la convicción de que esa condición nunca cambiará, sufrimiento terrible de un fuego que penetra el alma sin destruirla, la continua oscuridad y un terrible olor sofocante, la compañía constante de Satanás y la horrible desesperación entre palabras viles, maldiciones y blasfemias.
La existencia del Infierno
El padre Gabriele Amorth denunció que en la Iglesia, en los años 80, hubo muchos obispos que no creían en los exorcismos ni en el demonio y, en consecuencia, en la certeza del Infierno.
Desgraciadamente, el Infierno, así como pecado, ha sido reducido a una idea que responde a formas anticuadas de un pensamiento pacato y anacrónico. Santa Faustina escribe que, en su visita al Infierno, notó “que la mayoría de las almas que están allí son de aquéllos que descreyeron que hay un infierno” [Diario, 741].
El Catecismo, no solo valida su existencia, sino que enseña que “la pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira” (Catecismo, 1035).
En los ‘Ejercicios Espirituales’, san Ignacio advierte que el hombre ha sido creado “para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor” (23). De tal manera que, la separación de Dios vendría a significar la soledad más espesa, el desamor más intenso, la imposibilidad de percibir ningún rasgo de belleza verdadera por ninguno de nuestros sentidos. Me basta pensar en ello para sentir una desazón asfixiante. Síntomas que, curiosamente, podemos ver con mucha facilidad en este mundo que vivimos. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela