En pleno proceso sinodal, los obispos españoles hemos realizado nuestra visita ad limina a Roma, hemos peregrinado para venerar los sepulcros de los apóstoles y para encontrarnos con el sucesor de Pedro, es decir, para renovar la comunión episcopal y eclesial. Ambos encuentros son una vuelta a las raíces de nuestra fe, y una profesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
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En estos días posteriores a la visita a Roma, intento hacer una síntesis de la experiencia vivida. Es mi segunda visita ad limina, pero no quiero que sea solo una síntesis con la cabeza, sino, sobre todo, con el corazón; revivir momentos, palabras, diálogos, miradas, rostros, como dice El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Esta semana pasada hemos saboreado la comunión, hemos hecho un verdadero camino sinodal. Rezar juntos sobre los fundamentos de nuestra fe, volver a Pedro para confirmar nuestra vida y misión, caminar junto a María, madre de la Iglesia, es un camino de conversión y de vida.
La visita ad limina refuerza también la tensión a la que está llamada a vivir la Iglesia cada día, tensión entre el centro y periferia, lo universal y lo particular. La tensión no tiene por qué disgregar y dividir; todo lo contrario, enriquece y une, fortalece el cuerpo, porque la Iglesia es un solo cuerpo, y porque en este cuerpo todos somos necesarios para seguir caminando. Esto es lo que hemos experimentado en el rico diálogo mantenido con los dicasterios de la Curia romana.
Hemos tenido la oportunidad de ser escuchados y de escuchar la voz de la Iglesia extendida por toda la tierra, y lo hemos hecho en un clima de diálogo y de apertura a los grandes desafíos de la evangelización. Confieso que estos encuentros me han interpelado, me invitan a un examen de conciencia personal y eclesial, al tiempo que me abren con esperanza al futuro que se construye con la confianza en Dios.
Sabe crear ese momento
Pero, sin duda, el momento más esperado por los obispos, quizás también el más entrañable, es el encuentro con el Papa. Ha sido un encuentro fraterno, de diálogo sincero y sin censuras, un momento íntimo para meditar. Francisco sabe hacerlo, sabe crear ese momento en el que el tiempo se detiene y se experimentan las palabras del salmo: “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos”.
En las casi tres horas durante las que se prolongó nuestro encuentro, hablamos de todo, compartimos la vida y las inquietudes, las esperanzas y los sufrimientos; el Santo Padre, con claridad y sencillez, iba desgranado su pensamiento, era un Papa “desmediatizado”, directo, que hace sencillo lo complejo, habla con naturalidad de sus dificultades, no juzga, no acusa, siempre busca el camino para hacer que los hombres lleguen a Dios, especialmente los que pensamos que están más lejanos. Oyendo al Papa, sentía cómo el Espíritu Santo asiste a la Iglesia y al Papa, lo que llamamos la gracia de estado.
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