Durante mes y medio –incluida la pausa navideña–, Francisco ha recibido en cuatro turnos sucesivos al Episcopado español en activo, excluidos los eméritos. En total, casi ochenta prelados. Un encuentro excepcional, que ha abierto un diálogo muy enriquecedor para ambas partes y que tendrá sus consecuencias a no muy largo plazo.
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Bergoglio –que, como todos han reconocido, conoce muy bien las vicisitudes de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad– ha podido conocer más de cerca al Episcopado nacional y la complejidad de algunos de los problemas que han aflorado en diez horas de conversación sin tabúes ni ocultamientos estratégicos. No nos es posible ni aconsejable aventurarnos en conocer qué conclusiones ha sacado el Papa, pero estoy seguro de que no habrán sido ni pocas ni condicionadas por prejuicios o ignorancia.
Los obispos, por su parte, han manifestado su satisfacción por el clima que ha reinado en sus visitas ad limina. Les ha impresionado constatar hasta qué punto el Santo Padre sigue nuestra actualidad, tanto religiosa como social y política. Sobre todo, han agradecido que Bergoglio no se haya enrocado en una posición dominante y les haya permitido expresarse con absoluta libertad. En ese ambiente, han podido salir a flote divergencias de criterio o de enfoque, lo cual no significa división o enfrentamientos internos de calado. El cardenal Juan José Omella ha acertado a definir ese intercambio como “un diálogo entre hermanos”.
Sucesión
Mi pobre persona ha tenido la oportunidad de conocer mejor a muchos de nuestros obispos, sobre todo a los que han sido nombrados recientemente. Y me he reafirmado en algunas de mis convicciones al respecto. Me parece evidente que la jerarquía que nos pastorea necesita una renovación que no acaba de vislumbrarse. Están al caer algunos retiros que, más tarde o más temprano, alejarán de puestos de importancia a quienes ahora los ocupan. En mi humilde parecer, no será fácil sustituirles.
No estoy diciendo que no haya personalidades que puedan ser promocionadas a puestos superiores, pero tampoco veo emerger a cabezas y temperamentos con capacidad de liderazgo. En los años de la Transición, esa sucesión se hizo de forma ejemplar porque había un plan o un diseño de lo que la sociedad española necesitaba de su Episcopado y se llevó a cabo gracias, entre otros, al entonces nuncio, Luigi Dadaglio, y al cardenal Tarancón. O yo carezco de información, o en la actualidad esa planificación se echa en falta.
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