GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
Cuando dirigía la Biblioteca Ambrosiana de Milán, a mis espaldas, en la llamada “sala del prefecto”, se levantaba una librería ocupada completamente por el Fondo Beccaria, en la que había una especie de reliquia custodiada en un estuche de piel rematado con un escudo estrellado vagamente masónico: era el autógrafo de la obra máxima de Cesare Beccaria, De los delitos y las penas (1764). Aún recuerdo la emoción con la que dos presidentes de la República italiana, Ciampi y Napolitano, hojearon el manuscrito. La obra está en la base de la cultura jurídica moderna. De hecho, Napolitano me ayudó a reconstruir el influjo que este ensayo tuvo sobre Catalina de Rusia y su fallido intento de reformar el código penal zarista.
Esta introducción quiere mostrar la personal sintonía con el llamamiento implícito de Life. De Caín al Califato: hacia un mundo sin pena de muerte, escrito por Mario Marazziti, de la Comunidad de Sant’Egidio. El volumen cuenta con un estilo muy fluido. Su recorrido histórico se asocia a testimonios que rezuman humanidad, miseria y pesadillas, pero también iluminación, redención y esperanza. Resulta emblemático el diálogo con Ray Krone, liberado tras diez años de infierno en el corredor de la muerte en Tucson y del que salió “inocente y lleno de heridas de la vida, pero todavía vivo”.
A la genealogía cronológica de las ejecuciones de Estado, comenzando por el Antiguo Egipto y el Código de Hammurabi hasta la abolición de esta práctica en Nebraska en 2015, se une otra curiosa clasificación: la de los “trece modos de vivir sin la pena de muerte”. Son páginas para hacer meditar tanto a los políticos como a los ciudadanos que se dejan abandonar por las reacciones pasionales, apagando cualquier conexión con la razón.
En este Jubileo de la Misericordia sería significativo lograr una moratoria para la pena de muerte. Es, por tanto, útil escuchar las razones que plantea Marazziti en sus páginas, donde muestra experiencias para componer un caleidoscopio que sacuda las conciencias. Esta es la verdadera oposición contra quien empuña la espada de la violencia criminal. Las estadísticas confirman que la pena capital no tiene un efecto disuasorio contra el terrorismo, los delitos de sangre o el crimen en general.
El libro plantea un llamamiento a la justicia para que sea eficaz y rápida, pero también a esforzarse para elaborar un sistema educativo que vuelva a descubrir el sentido de lo trascendente, tanto de forma laica como religiosa, del respeto a cada vida. Es incisiva la advertencia divina propuesta en el libro de Ezequiel: “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado –oráculo del Señor Dios–, y no que se convierta de su conducta y viva? Yo no me complazco en la muerte de nadie”.
Inicié el texto con la evocación de Beccaria y de su obra más conocida. Este personaje atormentado ha sido considerado el abanderado del Iluminismo, en parte por sus relaciones con Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Diderot, Hume, D’Alambert… Lo hizo conservando su religiosidad y manteniendo como secretario a un sacerdote. Dejamos pues a Beccaria la última palabra con un escrito fundamental de De los delitos y las penas: “Parece un absurdo que las leyes, esto es, la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas, y para separar a los ciudadanos del intento de asesinar, ordenen un público asesinato”.
En el nº 2.985 de Vida Nueva