FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
Llegan a España tiempos de urnas, que mientras las haya, siempre serán buenos tiempos. Cosa distinta es cuando los electores comienzan a ser conscientes de que una cosa es la voluntad que ellos expresan con su voto y otra muy diferente las decisiones que, a posteriori, toman los elegidos, ya que la mayor parte de las veces los gobiernos constituidos y las políticas seguidas poco o nada tienen que ver con programas y promesas electorales.
Sesudos estudios sociológicos nos ilustran sobre los diversos motivos que inducen a los ciudadanos a escoger entre la amplia oferta de candidaturas que se presentan en cada convocatoria electoral. Por si alguna duda nos quedase, las encuestas amablemente nos informan de cuáles son nuestras preocupaciones, qué candidato nos inspira mayor confianza y cuál debe ser nuestro voto, agrupándonos gregariamente por edades, sexo o conocimientos. Algo debe fallar en este entramado mediático, porque generalmente no aciertan ni una y los resultados son muy distintos a las previsiones establecidas.
En los años de mi actividad pública, yo preferí aplicar el elemental análisis, que en tiempos de la II República había hecho un insigne socialista, Indalecio Prieto, el cual señalaba que las gentes votaban inducidas o bien por la cabeza o bien por el corazón o bien por el estómago, tres causas en las que se enmarcaban ayer –y hoy también– las razones que nos impulsan a elegir entre la maraña de siglas partidarias.
En la muy breve reflexión de este artículo, me agradaría aportar a mi sufrido lector un elemento más para ponderar a la hora de votar, o también en la decisión de no votar, de hacerlo en blanco o, incluso conscientemente, emitir un voto nulo, que de todas estas formas, todas ellas igual de legítimas y democráticas, podemos, llegado el momento, expresar nuestra opinión.
Cuando líneas más arriba proponía introducir un elemento más en la obligada recapacitación que nos sirve para decidir nuestro voto, me refería a cuál debe ser el sentido del voto de los católicos españoles.
Cierto es que gracias a una sabia decisión de la Conferencia Episcopal que encabezaba el llorado cardenal Tarancón, en nuestro país no hay ningún partido confesional (afortunadamente, añadiría yo).
Cierto es también que conforme a las resoluciones del Concilio Vaticano II y a lo establecido en la vigente Constitución, en España existe una total separación y autonomía entre la Iglesia y el Estado, estando consagrado en nuestro ordenamiento jurídico el principio de libertad religiosa.
Y cierto es que la propia doctrina de la Iglesia en materia social y política tiene una lectura tan amplia que permite acogerse bajo su ideario a múltiples ideologías, incluso contradictorias entre sí, siempre que cumplan un denominador común mínimo en cuestiones de ética, moral, libertad y democracia.
Pero tan cierto como lo anterior lo es el hecho de que la significativa ¿minoría? de católicos existentes en España (al menos diez millones de practicantes) se ven inexorablemente engañados por unos, y avergonzados por otros, sin recibir el más mínimo gesto de cariño o de atención como reciben otras minorías (más minoritarias) por razones de género, inclinación sexual, confesión religiosa o, simplemente, por derechos históricos.
Se anatemiza toda conmemoración o fiesta que tenga cualquier referencia religiosa (católica por supuesto), se denuncia el ¿elitismo? de la enseñanza concertada (la católica, naturalmente) y se condenan los ¿privilegios? fiscales y presupuestarios de la Iglesia católica (como es lógico, de ninguna otra institución similar), amén de la consiguiente retahíla de denuestos contra los vigentes Acuerdos con la Santa Sede (a los que siempre se les llama concordato). Cambiando de orilla, se acepta como derecho el asesinar al nasciturus, se asumen o incluso se implantan las restricciones en materia de enseñanza de religión y se tiene a gala un laicismo de imagen que tan solo se refiere, como es correcto políticamente, a las tradiciones y símbolos cristianos.
A diferencia de los Campos de Montiel, yo “ni quito ni pongo Rey”, y al contrario que en el verso, a nadie ayudo, “porque no tengo ningún Señor”, pero créanme ustedes que a la hora de votar, son muchas las veces que pienso que el mejor consejo es el que dio aquel héroe –también medieval, como los de Montiel–, y que fue el Guerrero del Antifaz, cuando dijo, y dijo bien: “Voto a bríos”.
En el nº 2.956 de Vida Nueva