FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
Cuando menos, sorprende la escasa, por no decir nula, receptividad que en nuestra sociedad, sobre todo en el mundo de la política, existe hacia la inmensa e intensa labor social que la Iglesia católica realiza en el campo de la solidaridad y de la asistencia social, supliendo las más de las veces la total ausencia del Estado, sobre todo en la atención a los sectores más marginados o aquellos que por su situación de alegalidad carecen de todo tipo de cobertura protectora.
Posiblemente sorprenda un pelín más el observar cómo a la carencia de al menos un mínimo de reconocimiento se une, las más de las veces –cómo en estos tiempos electorales que sufrimos– un clima de hostilidad creciente, anunciándose medidas de gobierno, legislativas e incluso constitucionales, encaminadas todas ellas no contra el hecho religioso en abstracto, sino únicamente contra la Iglesia católica, como si su simple existencia fuera la causante de todos los males que padecemos.
Pecando de ingenuidad inveterada, siempre pensé que las ideologías y los partidos políticos que tienen la busca de la igualdad y la solidaridad como su más importante objetivo, eran por esta razón los que en su acción política debían de sentirse más cercanos al mensaje evangélico que la Iglesia católica defiende, expande y representa.
Pero ¡pobre de mí!, una y otra vez mi reflexión se torna en vana y cándida entelequia por la fuerza y reiteración de los hechos y conductas de quienes están empeñados tozudamente en negarles a los católicos la consideración de afines en la persecución de los mismos propósitos.
Se acaba de dar un paso que, definitivamente, cierra todas las puertas al entendimiento, ya que lo anunciado no deja ni siquiera el más mínimo resquicio para la esperanza.
En efecto, se comunica la denuncia y la derogación de los vigentes Acuerdos con la Santa Sede, dejando por tanto sin soporte legal a las instituciones y actividades de todo tipo vinculadas con la Iglesia, sin soporte legislativo y jurídico en la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas, en materia de enseñanza y asuntos culturales, en asuntos económicos y en asuntos jurídicos.
Por si esto no llegara, se comunica la decisión de suprimir la enseñanza de la Religión, incluso en colegios concertados y religiosos, sustituyéndola por una formación en los valores impulsados desde el Estado que suplanta y sustituye la libertad de los padres.
Además, se avisa que se aplicarán todas las cargas fiscales a las instituciones y propiedades de la Iglesia como el IBI, hasta ahora exentas al igual que el resto de personas jurídicas similares.
Para que no haya dudas en la intención final, se anuncia la promulgación de una nueva ley de libertad religiosa, donde el hecho religioso desaparezca de las actuaciones del Estado y quede reducido al ámbito de lo privado.
Y como traca final, nada menos que la reforma de la Constitución para convertir el Estado en laico y suprimir toda referencia a la Iglesia y a la religión, fijando además como prioridad generacional convertir a España en una nación laica.
Nunca nadie a tanto se atrevió, aunque es cierto que tampoco tanta mansedumbre encontró en una jerarquía silenciosa y sumisa, incapaz de replicar y de poner en valor lo mucho en cantidad y calidad que la Iglesia realiza en materia social, asistencial, cultural, educativa y ¡vertebradora! en favor de la sociedad.
Algún despistado que en ocasiones lea mi menguada columna, recordará cómo hace ya dos y tres años anunciaba y denunciaba cómo los falaces ataques sobre los supuestos privilegios de la Iglesia, más temprano que tarde, se convertirían en puntos programáticos de gobierno, tal como ha sucedido, y que tan solo dos o tres agoreros molestos y contumaces como yo, veníamos contrarrestando con argumentos fundados.
Y ahí seguiremos, rogando a Dios que la razón y el sentido común se impongan.
En el nº 2.963 de Vida Nueva