Hace muchos años, en São Paulo, participé en un gran encuentro de teólogos latinoamericanos. Entre las cosas que me impresionó en la sala fue un mural enorme que hacía de fondo a la mesa de la presidencia. Hacía referencia al fresco de Miguel Ángel de la creación que domina en la bóveda de la Capilla Sixtina, pero proponiendo una valiente relectura. Protagonistas, en los papeles del creador y la primera criatura, dos figuras femeninas. Esto habría hecho murmurar a personas de pensamiento correcto que no comprenden que, si Dios es Dios, él no puede ser hombre o mujer, y puede ser representado, tanto como hombre como mujer.
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Cuanto menos inívoca la representación, más se garantiza la fe en la trascendencia: es la representación lo que es antropomórfico, no la divinidad. Los judíos (y también los musulmanes) han protegido su fe en la trascendencia mediante el mandato de no hacer representaciones icónicas de Dios: “No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas” (Ex 20, 2).
Por muchas razones, legitimadas incluso a partir de la fe en la encarnación, nosotros los cristianos hemos elegido la cultura de la representación figurativa más allá de la lingüística, tan típica de los escritos del Antiguo Testamento.
Debemos tener cuidado de no convertir a un anciano barbudo en un nuevo ídolo, no muy diferente de los que la fe bíblica combate en nombre de la trascendencia de Dios: “Tienen boca, pero no hablan, tienen ojos, pero no ven…” (Sal 114, 5-6). Esa representación del fresco de la creación, transgresora con respecto a las codificaciones convencionales, no fue una transferencia indebida a la picazón de la novedad transmitida por el feminismo, sino que tenía la fuerza del redescubrimiento de que el Dios bíblico es padre y madre y que el ser humano bíblico es hombre y mujer.
Lo que más me impresionó en esa representación, es que del vientre de Eva salen las aguas del gran río, aguas de las cuales todo lo que está vivo cobra vida. No solo la naturaleza, como para Anuket, la diosa egipcia del Nilo, que presidía la fertilidad de los campos. Ni siquiera las míticas figuras guerreras femeninas de las cuales el río Amazonas tomaría su nombre. Todo, realmente todo, vegetación y animales, libros y máscaras teatrales es transportado por esa agua de vida que viene del vientre de Eva, porque todo lo que está vivo se genera y todo lo que se genera está vivo.
Pienso en la declaración que cierra la larga y compleja historia bíblica de la creación: “El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes” (Gen 3, 20). Para el Adaam hombre y mujer, la experiencia vital ahora está completa, ambos saben lo que significa vivir y lo que significa tomar la vida de las manos de Dios, han experimentado su ambigüedad y dolor, no solo el esplendor inicial.
Y saben que todo lo que llamamos creación, en los buenos y en los malos tiempos, para bien o para mal, en la alegría y el esfuerzo, todo sucede en presencia del Dios de la alianza, el Dios que sabe cómo dirigirse al autor del Libro de la Sabiduría: “Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho… Tú eres indulgente con todos, ya que todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sab 11, 24-26).
*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2019 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva