Cuando la primera noche del Encuentro Europeo en Madrid vi a unos cuantos jóvenes adorando una cruz de Taizé, se me encogió el corazón. Yo estaba esperando en la fila para poder realizar, por primera vez en mi vida, el gesto de la adoración a la cruz, que hicimos los jóvenes al final de cada oración de la tarde en el recinto de Ifema. Fue, realmente, una experiencia de comunión con Jesús y con los otros jóvenes. Por unos minutos, creo que hice algo parecido a lo que la teología llama oración. Ese concepto que se nos ha enseñado tan bien a los jóvenes de forma teórica, pero casi nunca de forma práctica. Taizé consigue revertir eso.
No escuché en todo el encuentro una palabra sobre cómo hacer oración y, sin embargo, oramos durante más de 2 horas al día. A veces te despistas, claro. Muchas veces. Mientras los hermanos de Taizé entonan canciones a un ritmo lento, por tu cabeza empiezan a cruzar pensamientos que nada tienen que ver con la oración. A menudo son cosas que te preocupan, detalles en que te fijas en ese momento o simplemente pensamientos sin importancia de lo que te ha acontecido ese día. Y, de repente, una palabra de una canción, un momento de silencio o el rostro orante de un compañero, te conectan con la oración.
Progresivamente vas profundizando y, a veces, llegas a sentir a un Dios que te habita y que te quiere hablar al corazón, aunque descifrar el mensaje se te haga un poco complicado. Disfrutas del momento e intentas guardarlo en tu memoria, pues la experiencia te dice que es difícil experimentar eso en la rutina.
“Ha merecido la pena”
Solo por vivir esos minutos de sentir a Dios con simplicidad y sin “extravagancias místicas”, hubiera merecido la pena pasar el fin de año en el encuentro de Madrid. Sin embargo, hubo mucho más. Todo lo que rodea la experiencia de Taizé habla de Dios. Desde que llegas al punto de acogida el primer día, observas la gratuidad con la que actúan los voluntarios, la hospitalidad de las familias y comunidades de acogida, el encuentro entre personas de distintas culturas y lenguas…
Ha sido un regalo pasar un fin de año acercándome a Jesús y conociendo a otros jóvenes creyentes. Además, en Taizé me he encontrado una de esas escasas experiencias eclesiales que vive lo que se suponía que iba a ser la Iglesia después del Concilio Vaticano II. La espiritualidad de la comunidad ecuménica de la borgoña francesa es el camino a seguir para las Iglesias en muchos aspectos. Los jóvenes así lo creemos.
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