Siempre he tenido clara mi pertenencia a la Iglesia católica desde que comprendí qué significaba traspasar la puerta del bautismo. Incluso en época de nubarrones, tormentas, y desprecios. Viviendo mi propio proceso, mi reciclaje particular, mi conversión. De todo aprendí, todo sirvió, y todo sirve.
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No sé si llegamos tarde, ni si será posible revertir la decepción y el dolor causados a tantas mujeres en la Iglesia y por hombres de Iglesia. En todo caso, me quedo con lo positivo, que es que todo el Pueblo de Dios va a estar representado, que va a poder hablar y que, lejos de estar condenados a entendernos, estamos invitados a escucharnos y a escuchar al Espíritu. Mi brújula seguirá siendo el Evangelio y la decisión de ayudar a dar voz a quienes hemos aparcado en los márgenes, las periferias, y hasta la frontera va a estar presente. Lo digo siempre.
Aquellos que siempre han pensado, y todavía piensan, que las mujeres solo teníamos la posibilidad de no ser en la Iglesia, sino simplemente estar, van a tener que madurar con cierta celeridad y asimilar la sorpresa. Porque nosotras somos, estamos y nos vamos a quedar ocupando los lugares asignados según la vocación recibida en nuestro bautismo. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es también el de Sara, Rebeca y Raquel. Y de cuantas mujeres han depositado sus esperanzas en Él y en igualdad fueron tratadas por su Hijo.
Aprovechar la oportunidad
Haremos el camino juntos, ensanchando juntos el espacio de la tienda (Is 54, 2), para que la Iglesia sea la casa de todos.
Soy mujer y soy Iglesia. Tengo voz y voto en el Sínodo. Ni lo esperaba ni lo he buscado; sin embargo, voy a aprovechar la oportunidad que me ha brindado Francisco –como a otras personas de toda forma de pensamiento– de poder estar y, sobre todo ser, con mi estilo y mi conciencia. Sin pedir permiso, sin pedir perdón y dando gracias.